Un perro, un niño y un celular: radiografía de una generación

Este es un fragmento tomado del libro: Era de Idiotas, de David PASTOR VICO. Una crítica a una generación desconfiada que prefirió el «yo» al «nosotros».

El Perrete

Nunca me han gustado los perros pequeños y regordetes, y mucho menos esos a los que llaman pugs que no sabes si vienen o se van, porque son paquetitos de manteca y huesos sin forma alguna y tienen el hocico igual de negro que su propio culo. Los nuevos inquilinos tienen uno de esos. Llevan un par de meses en la vecindad y su hijo es el encargado de pasearlo, algunas veces.

Cuando sale, en una mano lleva la correa, con la que arrastra al pobre animal por los jardines, y también la bolsa para recoger las cacas del interfecto. En la otra mano, como una extensión de sus dedos, el teléfono móvil siempre hipnótico, como un punto fijo y absoluto, justo a un palmo de sus ojos, en la línea perpendicular que traza su cabeza agachada y sus pies.

No le gusta pasear al perrete, es obvio, a mí tampoco me gustaría, pero lo hace porque tiene 12 años y así se lo habrán pedido sus padres a cambio de cualquier otra cosa que seguro le complace mucho más. Hace unos días, mientras miraba distraído por la ventana, lo vi arrastrando al perro, otra vez. Llevaba la bolsita de los excrementos llena, pero en vez de ir hacia los contenedores de basura de la entrada del residencial, se dirigía a la puerta de su edificio pasando, sin saberlo, justo ante mis narices. En un momento se detuvo y con total indolencia intentó dejar la bolsa de mierda de su perro entre las hojas de los arbustos bajo mi ventana. Y la abrí.

Le interpelé que no lo hiciera, que ese no era el sitio. Y el niño de 12 años me miró como si tuviera 12 años más que yo, como si fuera a dictar mi sentencia de muerte; me miró como jamás lo hizo mi padre en todos los años de mi vida. No se movió, no dejó de mirarme fijamente, desafiante, arrogante y en su sitio, con ambos pies bien plantados mientras el perro rezongaba como un cerdo vietnamita a su alrededor. Aquel era un duelo digno de John Ford, e igual de estúpido que cualquier otro enfrentamiento entre humanos, tengan la edad que tengan.

Y se lo repetí.

Con el mismo tono, sí. Con la misma intensidad, con la misma mirada tranquila y sabedor de que era la primera persona en su vida que le había dicho un no de verdad y sin posibilidad de negociación, sin transigir, sin una sonrisa complaciente o misericorde, sin querer evitar el daño irreparable de ese no en su tierna psique de puberto sobreprotegido.

Lo conseguí, o eso creí en ese momento.

No pudo seguir con su pose de tipo duro, de Harry Callahan1 con un ojo a medio cerrar, calculando cuántas balas le quedaban en el tambor del Magnum .44 dispuesto a descerrajarme un plomazo entre ceja y ceja. Agarró la maldita bolsa de mierda y se alejó de mi vista obviándome con el mayor de los desprecios posibles.

No tengo ni idea de si fue al contenedor de basura a tirarla: no lo creo. En una esquina de su edificio se amontonaron varios días seguidos las bolsitas de caca de perro, hasta que una circular de la administración exhortó a los dueños de los perros de la vecindad a tirarlas en los contenedores de basura color gris que están en la entrada del residencial. Ahora son los padres del mocoso los que pasean al pobre y obeso pug.

Casi no lo he vuelto a ver, y cuando lo hago es porque está sentado en algún rincón de los jardines con los ojos clavados en su teléfono inteligente, como el resto de los niños de edades semejantes, hijos e hijas de mis vecinos, que muy de tarde en tarde salen a la fuerza, para que al menos les dé un poco de sol en la nuca.

No se miran, no se hablan, y por supuesto no saben sus nombres ni a qué se dedican los padres de unos y otros, tampoco yo lo sé. Así que, de jugar juntos, mejor ni hablamos.


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